Un miércoles cualquiera, con obertura de tormenta en los tejados, acudo al vis a vis con Penélope con un harén de preguntas afiladas en los bolsillos, como balazos de magnum; no sea que en un traspiés se deje abatir, ojalá, y bajo el chasis de Hollywood se me aparezca la tipa de Alcobendas, hija de peluquera, que ensayaba lo del Oscar y demás con el bote de champú frente al espejo. Pero mientras espero mi turno en un saloncito de candelabros reincidentes (Calle Zurbano, Madrid), un representante de hocico sabueso, como un ministro de Gobernación de la cosa, me aclara la letra pequeña de la entrevista:

-Nada de preguntas personales. Y está terminantemente prohibidísimo hablar de política.

Toca, pues, parlotear de cine. Veremos.

Recluida a buen recaudo en un despacho de la tercera planta, Penélope me aguarda en el esquinazo de una mesa de juntas. Está guapa Pe; gesto manso, media melena, vaqueros, camiseta negra, nada que ver con los tiritos largos de Pierre Balmain y similares que acostumbra en las premières de La Croisette.

Para entrar en temperatura, pues la tarde está pedregosa en los madriles, le hablo del día aquel en que ella y yo nos conocimos, tantos años hace como 17, durante el rodaje de su primera película americana: Woman on top. Con mi prosa atropellada de las entrevistas importantes, le cuento que yo, entonces un turista accidental en San Francisco, todavía guardo una foto de ambos. En la imagen ella luce jovencísima, aún virgen de las inclemencias de Hollywood que habrían de venirle después.

«Ah, qué bien», responde ella sin algarabías, cordial sin más. Sin tiempo para hundirme en el desánimo, pues apenas tengo media hora para desenmarañarle todos los misterios, desenfundo el plan B.

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